Fuego Liquido

Fuego Liquido
Muchas veces creemos que el agua es fría y gélida, por lo que es mala. Otras tantas pensamos que el fuego es candente y peligroso, y es malo. Pero, los dos dan vida, entonces, ¿fuego o agua?

++Frase Aleatoria++

No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre representando el papel principal de la Historia del mundo. Y normalmente no lo sabe

octubre 10, 2009

Para la Felicidad

Para la Felicidad.

La chica iba caminando por las calles concurridas de la ciudad. Iba distraída, inserta en sus confusos pensamientos, actitud absolutamente normal en ella. Esta vez pensaba en su vida, en la gente que tenía alrededor, las personas que se habían ido y las que habían llegado. Dentro de todo, la chica estaba muy feliz de ser quién era. Está bien, no era perfecta, ni estaba cerca de serlo; pero sabía que había algo en ella que era especial, y era aquel espíritu lo que la hacía sentirse orgullosa.

Estaba lejos de casa, paseando un rato por entre el ajetreo típico del lugar. Escuchaba música, para desconectarse del ruido y los autos y los gritos y todo. Sólo quería estar en sí misma, tranquila, en paz un rato.

Llegó a una plaza solitaria, escondida entre dos callejuelas no muy concurridas. Todo parecía pacífico allí, los árboles se mecían con juguetón ritmo, las aves pululaban de aquí para allá, cantando a veces. Se detuvo y se sentó sobre un banquito, sólo a mirar a su alrededor y disfrutar de su vida.

La música también acompasaba su sentir. Ahora todo era paz en su interior y su exterior; había conseguido muchas cosas el último tiempo, tenía a la gente que amaba junto a ella, tenía los frutos de sus esfuerzos junto a ella, tenía sus sueños intactos, y los caminos para conseguirlos, claros.

Sonrió. ¿Qué más podía desear ahora?

Continuó mirando todo, pero sin observar realmente. Era feliz, sólo eso importaba.

Y, en la lejanía, al otro extremo del parque, alguien venía caminando con lentitud. Parecía casi tan absorto en sus pensamientos como ella misma. Se quedó mirándolo, sin ninguna intención en especial. Era bueno saber que había alguien más que disfrutaba la vida simple. El joven pasó delante de ella y sus miradas se cruzaron. Sus ojos eran verdes como los árboles de alrededor, al igual que los suyos propios. Ella sonrió con timidez y él le contestó la sonrisa. Él siguió su camino a través del parque, y ella se quedó ahí, sentada.

Sí, eso era lo que le había faltado.

Su felicidad, al menos por ahora, estaba completa.


mayo 10, 2009

La Hora


De pronto, abrí de un golpe mis ojos y los enfoqué la ventana junto a mi cama. Tenía la costumbre de dormirme observando la noche, por lo que al despertar lo primero que veía era mi reflejo somnoliento en el cristal.

Cuando dejé completamente la inconciencia, la borrosa silueta del árbol atrapó mi mirada, recortándose contra la oscuridad de la noche con sus ramas meciéndose suavemente a causa de la brisa otoñal. No sabría decir cuánto tiempo estuve así, contemplando extasiada la belleza de aquel simple paisaje; pero sí recuerdo que, en un momento de extasiada felicidad, extendí mi esquelética mano derecha con la intención de alcanzar una de las ramas de aquel viejo árbol para sentir su textura. No me sorprendió el hecho de que ésta atravesara el grueso cristal como si estuviese hecho de humo, o simplemente no existiera. Sonreí. Estirando más mi brazo, pude incluso agarrar una de las ramas más cercanas a la ventana. La sostuve con suavidad y me regodeé acariciándola, trazando círculos en la áspera madera, siguiendo sus líneas con mi pulgar. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sentimiento de paz que me desbordaba.

En un momento, me sentí flotar por sobre mi cama, como si me hubiese elevado varios centímetros; mecerme con parsimonia hacia la ventana y luego atravesarla lentamente, como antes hiciera con mi brazo.

Estaba extasiada. La belleza de mi árbol nunca me había parecido tal, con tanta vida, incluso ahora en mitad de la noche. Me volví hacia el cielo y contemplé con emoción la oscuridad del cielo otoña, sobre la cual se extendía un manto de estrellas brillantes y magníficas, estrellas que nunca antes me habían parecido tan luminosas, ni tampoco tan numerosas. Y en medio de ellas se erguía la luna, majestuosa y gigante, alumbrando pálidamente todo lo que alcanzaba.

Deseé acercarme a ella, y en el acto me elevé en su dirección. Comencé a flotar hacia el cielo, sin poder apartar mi vista de mi objetivo. En un momento, cuando ya había dejado el patio de mi casa a mis espaldas, me llené de terror por lo que estaba haciendo, y me giré a observarlo. Me invadió una tristeza apagada por no haber podido despedirme adecuadamente de mis padres y mis amigos; sabía que, cuando encontraran mi cuerpo vacío en la mañana, sufrirían mucho dolor. Rogué con toda mi alma que no se les hiciera tan difícil, que tras un tiempo aceptaran mi partida y comprendieran que mi hora había llegado, un poco súbitamente tal vez, pero que nada se podía hacer para retrasarla.

Di una última mirada al lugar que había sido mi hogar durante tantos años ya, y luego me giré definitivamente hacia mi destino. Y sonriendo con toda la capacidad que era posible, me dejé llevar por mi conciencia, con la certeza de que así encontraría el camino correcto hacia mi vida, mi nueva vida; una vida que estaría llena de gracia y de amor; una vida donde todo sería perfecto, donde no existiría el tiempo ni los límites; una existencia donde esperaba, algún día, reencontrarme con mis seres amados, y vivir con ellos para toda la eternidad.

De cómo nacieron las Pesadillas.


Cuenta la historia que, hace varios cientos de años, los humanos sólo tenían sueños agradables y dulces, los que les quitaban el cansancio, la pena y el miedo de encima y los dejaban a punto para encarar el siguiente día. Por lo que, en todo el mundo, los hombres y mujeres dormían espléndidamente cada noche, recordando los momentos más bellos o creando las ilusiones más idílicas acerca de sí mismos.

Y todo transcurría perfectamente, hasta que… 

Un día, en el lejano y pequeño pueblo de Ensueño, una niña se adentró en el bosque, mientras jugaba a las escondidas con su hermana. La niña, Helena, corrió y corrió bosque adentro, sin percatarse del tiempo ni de la distancia. Y en su loca travesía, llegó a una casita de madera muy vieja y destartalada, pequeña y también sucia.

Helena se asustó, y se quedó allí de pie, contemplándola. Y en eso estaba cuando divisó una bella flor roja escondida entre la maleza del lugar. Se tentó, pues le encantaban las flores, y ésta era especialmente bella con su deslumbrante tono rojizo. Acercándose lentamente, Helena tomó el tallo entre sus pequeños dedos y tiró de él, separándola de la tierra.

Al instante, un sonido gutural rompió la paz del lugar, y Helena retrocedió flor en mano, asustadísima.

-¡Qué habéis hecho! –gritó una terrorífica voz de mujer- ¡Qué habéis osado hacer, pequeña tonta!

-Y-Y-yo… -tartamudeó Helena, sin lograr que sus piernas respondieran a la orden de echar a correr.

-¡Me habéis arrancado del suelo, habéis destruido la única salida del mundo espiritual!... –gorjeó la voz.- ¡No hay improperio adecuado para describiros, niñata insulsa!

Helena estaba pálida e inmóvil, aferrando la flor que, hasta ahora no se había percatado, tenía unas agudas espinas que le estaban pinchando e hiriendo sus blancas y suaves manos. Una gota de sangre salió de una de las heridas, y la voz tronó de nuevo.

-¡Pagaréis por esto, jovencita!

-P-pe-pero yo s-so-sólo… -intentó excusarse.

-¡De nada valdrán tus explicaciones! –exclamó la voz- ¡Me habéis condenado a vagar eternamente por el mundo espiritual! ¡Para siempre! -la voz dio una terrible grito, y luego agregó- Pero no saldréis libre de esta injuria, os los aseguro.

Hubo un momentáneo silencio, en el cual Helena, con los ojos fuertemente cerrados, intentó convencerse de que nada pasaría, de que aquella flor no escondía ningún secreto macabro, y de que podría volver a casa tranquilamente.

-Por haber osado arrancar mi portal de la tierra, os condeno a mi terrible tormento –tronó la voz, sobresaltando a la temerosa Helena y obligándola a abrir sus ojos.- Soy la bruja Pesadilla, y vagaré por tus sueños y los de tus hijos para siempre. ¡Y de todo aquel humano que me parezca demasiado feliz!

Helena tembló.

-¡Recordarás mi nombre, pequeñaja! –soltó una risa tenebrosa- En las noches tu mente se llenará de horribles imágenes creadas por mí. Y será algo impredecible e incontrolable. Sufrirás, oh sí, sufrirás.

Hubo una pausa en que el lugar pareció oscurecerse y enfriarse.

-Recordarás mi nombre, niñata. –susurró, como si se alejara.- Ya lo verás.

Y la voz se desvaneció con el viento, a la vez que el lugar recuperaba el calor y la luz.

 

Y cuentan que Helena volvió a su pueblito, con una flor que puso rápidamente en agua. Allí, bajo el candente y brillante sol, y en medio de la gente, se le había ya olvidado su siniestra travesía por el bosque. Y no lo recordó hasta que, esa noche, horrendas visiones le invadieron los sueños que otrora habrían sido dulces.

Y así fue como nacieron las pesadillas, esporádicos horrores que acosarían a los hombres hasta el día de hoy, impidiéndoles el descanso y dándoles una cuota de amargura a sus noches de ensueño. 

Orgullo, no


-No te creo –dije, mientras te contemplaba divertida.

Tu expresión mudó de vergüenza a incredulidad, para luego quedarse a medio camino de la súplica.

-Exacto. No te creo. –repetí lentamente, como quien le explica algo obvio a un niño pequeño.

-¿No me crees? –preguntaste atónito.

-Nop

Me crucé de brazos y te sonreí. Lo mejor de todo era saber que había dado en el clavo. Estaba esforzándome mucho para no largarme a reír. Tus ojos abiertos como platos, tus mejillas sonrosadas, tus labios entreabiertos en una mueca de incomprensión; todo aquello me causaba enorme gracia, y nunca había sido muy buena conteniendo la risa. Estas realmente cómico y, aún así, estabas muy, pero que muy guapo.

-¿Y por qué? –Reíste suavemente- Te estoy diciendo la verdad.

-¡Ja! –Me carcajeé- ¡Vamos, no juegues conmigo!

-¡No estoy bromeando! –repetiste, un poco molesto.

-¡Ay, qué pesado!

Me di la vuelta y me senté en el sofá. Me crucé también de piernas y conté los segundos hasta para que te aparecieras otra vez ante mi. “Uno, dos tres…”

-¿Y yo soy el pesado? –Soltaste un bufido- ¡Eres tú la que no me cree cuando intento aclarar las cosas!

-¡Pero si estás mintiendo! ¡Acéptalo! –exclamé con ironía.

Me miraste ceñudo; luego, enfurruñado. Te fuiste a sentar en el sillón frente a mí y te quedaste mirándome.

“Esta vez lo aceptarás” –me prometí mentalmente.

-No te quiero. –lo dijiste apartando la mirada.

-No te creo.

-Es la verdad.

-No, no lo es.

Luego, uno o dos minutos de silencio.

-¿Por qué dices que no es verdad? –ya no había enojo en tu voz, sólo curiosidad, y un deje de algo de diversión.

-Porque tú estás enamorado de mi, lo sé –expliqué, mirándote con desdén.- Me amas.

-¿Amarte? –Repetiste- ¡Ja!

Levanté una ceja y contraataqué.

-¡Acéptalo! Me amas en silencio desde hace tiempo.

-¡Eres una obstinada, vanidosa y orgullosa! –Exclamaste, azorado- Tu estúpido orgullo no te deja ver nada más que lo que quieres ver y…

-No es orgullo. –musité con dolorosa calma, ya que me habían herido tus palabras.- No es orgullo.

Esperé, pero no dijiste nada, así que decidí continuar. Busqué tu mirada y la sostuve mientras me explicaba.

-No es orgullo –respiré hondo-. No sé por qué, pero sí sé que tú me quieres –comencé a azorarme, pero me mantuve firme-. Quizás no te has dado cuenta, o simplemente no quieres aceptarlo, o tal vez te falta tiempo para entenderlo. Pero me quieres, y eso es algo que no puedes cambiar.

Me mirabas asustado, y era muy comprensible. Pocas veces te había hablado con seriedad, y nunca de un tema tan delicado.

Como seguías sin decir nada, me mantuve observándote fijo. Estuvimos así durante un rato, en mi pecho una batalla entre ir a besarte de improviso, o quizás salir corriendo.

Y, de pronto, sonreíste. Una de las sonrisas más hermosas que te he visto jamás.

No supe qué me impulsó, pero entonces me hallé frente a ti, mis manos tomando tus mejillas con suavidad. Y te besé. Sin pensarlo siquiera, posé mis labios sobre los tuyos. Cuando me di cuenta, ya lo había hecho, y me invadió una humillante vergüenza. Te solté, azorada, y me alejé de ti para pedirte disculpas.

-Perdón, yo…

Pero tú me paraste de sopetón con otro beso, y algo en mi pecho gritó de alegría. Con que era verdad. Había logrado despertar en ti algo diferente por mí, después de tanto tiempo de amarte en silencio…

Y tu beso era el premio más grande de todos. El cumplimiento de todos mis sueños y anhelos. Lo mejor, ciertamente. Quise decirte algo, lo que fuera para hacerte entender cuánto te quería.

-Yo… -me costaba respirar cuando me separé de ti- Yo quería decir…

Pero nuevamente me atrajiste hacia ti, ahora en un apretado abrazo.

-Eres detestable, ¿lo sabías?

Reíste en mi oído, y supe que había ganado. Finalmente.

 

De cada lado.

Me miras a los ojos fríamente y dices.
-Yo… yo no te amo. Nunca lo hice y nunca lo haré. Vete, por favor.
Creo que casi puedes oír mi corazón quebrándose en cientos de trozos diferentes, irregulares entre si y manchados con sangre. Mis ojos se llenan de lágrimas, me muero de vergüenza. Recuerdo una vez haberme prometido que jamás dejaría que me vieses llorar; y, sin embargo, aquí estoy, casi desecha a tus pies, a punto de rogarte que no te vayas, que lo intentemos otra vez, que me des otra oportunidad.
Y parece que conoces mis pensamientos, mis intenciones, porque me miras displicente y agregas.
-No me pidas que te quiera, porque no puedo. Jamás podría quererte, así que mejor olvídate de mí.
Tus palabras me hieren en lo más profundo del alma. Mis piernas comienzan a temblar y, en un segundo de absoluta lucidez, me pregunto en qué momento el cuento de hadas tornó a pesadilla; cómo fue que llegamos a esto, si yo estaba segura que habitaba a tu corazón. Pero el momento pasa, y me veo arrastrada por el dolor. Te miro suplicante otra vez; quisiera decir todo lo que siento por ti…
Entonces, tú te das la vuelta y sales sin decir nada.
Me quedo ahí de pie, observando el lugar donde, hasta hace un momento, estabas erguido, tan perfecto como cuando recién te conocí. Sólo entonces soy completamente consciente de cuánto te quiero, y tu ausencia atraviesa mi alma.
Sigo llorando.

-------------------------------------------------------------------------

Tenía que hacerlo de una vez, no lo volver a podía retrasar . Sabía que esto ya no daba para más, y sería yo quien lo terminase.
Respiré profundo y me volví hacia ti, intentando controlar mi expresión para que no se notase ni por un instante lo que de verdad pasaba por mi mente.
-Yo… yo no te amo. Nunca lo hice y nunca lo haré. Vete, por favor.
Si aquella sola frase me hirió por su infame falsedad, el dolor fue nada en comparación a lo que sentí al ver tus ojos lagrimear. Casi como reflejo, deseé abrazarte, consolarte, decirte al oído que todo estaba bien, que siempre te había querido, que eso no cambiaría…
Y tú no dices nada, y las pequeñas esperanzas que aún quedaban en mi alma comienzan a derrumbarse. Siento miedo de que notes mi turbación y decidas quedarte sólo por compasión a mí. Haciendo acopio de mi máximo –y último- valor, imprimo todo el desprecio posible en mis palabras y mi mirada.
-No me pidas que te quiera, porque no puedo. Jamás podría quererte, así que mejor olvídate de mí.
Te veo llorar, y me repito que tus lágrimas son falsas, o quizás incluso de felicidad. Me digo que no me quieres, y que ésta es la mejor forma de verte feliz: siendo libre.
Por un momento, me aterra la idea de dejarte, y deseo con todo mi ser pedirte que sigamos con esto, que me des otra oportunidad para conquistarte; que me dejes prometerte que ahora lo haré bien.
Pero aquel instante pasa y tú sigues ahí parada sin decir nada. Creo ver un atisbo de incredulidad en tus ojos, y siento miedo al suponer que ya has descubierto que todo esto es una farsa.
Bajo mi mirada y me doy la vuelta para salir del lugar. Tú sigues ahí, inmóvil, sin siquiera decirme adiós. Supongo que, finalmente, nunca sentiste nada por mí.
Rompo a llorar.

febrero 18, 2009

Vacaciones


Las cosas no iban bien, para nada.

Me encontraba recostado en mi cama deshecha, con los ojos fuertemente cerrados y las manos en puños. Intentaba apaciguar la ira que bullía en mi interior, contenerla al menos; pero los gritos que llegaban desde el piso inferior no ayudaban mucho.

Luego, unos pies subieron a toda carrera la escalera y me lo vi venir. Fuertes golpes aporrearon la puerta de mi habitación, a la que le había puesto previamente el pestillo.

-¡Abre ya! –gritó mi padre, con una nota inconfundible de “Te mataré por esto” en su voz.- ¡Abre, Tomás!

No respondí, con la secreta esperanza de que mi padre su sulfurara aún más y echara abajo la puerta a patadas. Y también esperaba que me pegara bien fuerte, para luego tener motivos para odiarle aún más.

Los sollozos de una mujer se escucharon tras los puñetazos de mi padre. Mi madre, llorando otra vez por culpa de su inadaptado-malagradecido-insolento hijo de diecinueve años.

Sonreí. Mas bien, hice una mueca grotesca con mi boca, porque eso no se podía llamar sonrisa. No había asomo de alegría en ella, sólo un rastro de enojo, orgullo y profundo dolor.

-¡Abre la puerta, Tomás! –padre otra vez. Supe que no se cansaría hasta que lograra hacerme salir… o entrar él en la habitación.

“A la mierda” –pensé- “Si me va a dejar todo cagado en el suelo, mejor que sea luego”

Me puse de pié de un salto y llegué a la puerta en dos zancadas. Saqué el seguro y la abrí de un tirón, intentando poner la expresión más desafiante posible. Lo logré.

-Está abierta. –Me encogí de hombros- ¿Qué quieres?

Y hay explotó.

-¡¿Qué qué quiero?! –gritó, escupiéndome saliva en la cara. Puaj.- ¡¿Quién mierda te crees que eres?!

Quise soltar una risotada que lo irritara aún más, pero imaginé que la indiferencia lo haría aún más. Así que me di la vuelta y me acerqué al equipo de música. Lo encendí y pulse el botón de Play para reproducir el CD de rock que estaba escuchando ayer. Un ritmo lo suficientemente desagradable para que mi padre mantuviera la poca cordura que le quedaba. Creo que ese era uno de los principales motivos por el cual no encajaba en mi familia. O, mas bien, por el cuál él no me dejaba encajar en mi familia.

Me puse a revisar unos papeles repartidos sobre el escritorio ante la mirada asesina de mi padre. Podía sentir sus ojos castaños clavados en mi nuca, y casi podía ver las chispas de ira en sus pupilas. Era tanto que casi podía sentir la adrenalina corriendo por sus venas, exaltándole cada vez más.

Entró con pasos lentos a mi cuarto y se acercó al reproductor para parar la música. Lo dejé, seguía en el plano “me cago en tu enojo”. Luego cruzó la distancia entre ambos y me giró con un tirón de su manaza. Casi deseé que me diera una patada en los huevos y me rompiera la nariz de un puñetazo. Al menos eso le daría una justificación al dolor que ahora se extendía por todo mi interior. La tristeza quemaba cada parte de mi cuerpo, y formaba un nudo en mi garganta que me hacía desear echarme a llorar como una nena. Pero no le daría esa satisfacción a él. Ya lo creo que no.

Y por fín lo hizo. Me dio un manotazo en la oreja izquierda que me hizo retroceder un paso. Sí, había sido un buen golpe; estaba mareado y mi oido retumbaba. En el linde de la puerta, mi madre reanudó sus ruidosos sollozos. No sabía decir con cuál de los dos estaba más enojado. Por un lado, odiaba a mi padre por no dejarme ser quién era, aún sabiendo que mi conducta era intachable (exceptuando escenas como ésta), mis calificaciones eran buenas al igual que mi lenguaje (otra vez con algunas excepciones); por otro lado, detestaba que mi madre no hiciera nada para ayudarme, pero tampoco le apoyara del todo a él, se mantenía al medio, intentando calmar el ambiente sin ninguna convicción, estallando en llantos antes incluso que la discusión comenzara.

Y lo que más odiaba de todo, eran estas malditas situaciones. No habían comenzado hace mucho, yo siempre había sido un chico bueno. Y aún lo soy. Pero mi padre nunca había aceptado del todo que mi música de preferencia fuese el rock; que gastara mi dinero en música, posters, o accesorios para mi guitarra. No, él me había construido una vida cuando yo aún no nacía. Yo sería ejemplar, muy inteligente y educado, estudiaría medicina en una buena universidad, me casaría, compraría una casa de dos pisos con patio grande, un auto blanco y tendría dos hijos, el mayor sería un varón y luego vendría una linda niñita, y los llamaría Pedro y Mariela, como los nombres de él y mi madre. Me había críado para eso, para seguir al pié de la letra sus órdenes. Y por mucho tiempo lo había hecho; pero algo tenía que cambiar algún día, ¿no? Y el día que le conté que quería dedicarme a la música comenzaron los problemas. Me quitó la palabra durante cinco días, y luego desistió, pero sólo para exponer sus argumentos sobre la miseria de la vida como músico en un país tan pequeño como aquel.

Y de ahí en adelante no había parado.

“Papá, me compré una guitarra”: pelea.

“Papá, tocaré con mi banda en un pub esta noche”: pelea.

“Papá, aún no tengo contemplado casarme”: discusión.

“Papá, estoy de novio con una chica que también es música”: más pelea.

Esa era la rutina desde que tenía diecisiete años. Todo lo que Tomás hacía estaba mal, todo lo que Tomás decía era un insulto, todo lo que Tomás quería era vagar, Tomás sería un don-nadie, Tomás no tendría futuro, Tomás era una vergüenza, una desgracia.

El dolor de los últimos dos años me invadió de golpe, mitigando la ira, y tuve un repentino arrebato. Quise, desesperadamente, arreglar bien las cosas, comenzar con mis padres como gente adulta, exponerles mis ideas y recibir su apoyo, aunque no las compartieran. Decidí intentarlo.

-Papá… -murmuré, infundiendo respeto a mi voz- Papá, ¿podríamos hablar sobre esto?

No respondió. Me arriesgué a levantar la mirada.

-De verdad que no quiero disgustarte así, me gustaría que lo habláramos –repetí, con voz más firme.

Asintió una vez y se sentó en la cama, aún esparciendo veneno a su alrededor. Le hice una seña a mi madre para que entrara también, y la dejé que se sentara junto a su marido. Yo me quedé en el suelo, con las piernas cruzadas.

-Ya se que no te gusta mi decisión sobre la música, papá –comencé, mirando el suelo-. Esa es tu opinión y yo la respeto.

Jugueteé con una pelusa mientras pensaba en cómo continuar.

-Pero… -titubeé- Esto es lo que yo quiero, es lo que me gusta en serio. Y mucho. –A medida que hablaba las palabras iban cobrando fuerza en mi mente- Y estoy dispuesto a dar lo mejor de mí para ser el mejor en lo mío. Pero necesito de tu apoyo, del tuyo y el de mamá. Me cuesta mucho hacer todo esto sabiendo que llegaré a la casa y toda la interacción que habrá entre nosotros serán discusiones. En verdad no quiero esto, y supongo que ustedes tampoco.

Me sorprendía a mi mismo con decir todo esto. Generalmente no era muy bueno con todo ese rollo de los discursos, pero éste había salido muy natural y muy hilvanado.

-Pedro, -susurró mi madre con voz pastosa- creo que el chico tiene razón.

Mi padre tenía la vista fijada en un punto infinito, y su mano derecha masajeaba su sien. Una gruesa arruga cortaba su frente prominente, producto de la avanzada calvicie. Sus labios formaban una línea tensa bajo su nariz grande. Estaba rojo.

-¿Pedro? –preguntó mi madre, poniéndole una mano en el hombro izquierdo.- ¿Estás bien?

Tras un minuto más o menos, mi padre abrió sus ojos y los fijó en un punto cercano al costado izquierdo de mi cabeza.

-El chico se va. –espetó simplemente.

La sangre se heló en mis venas y mi pulso se aceleró. Claro que me había propuesto esto un millar de veces atrás, pero no era lo mismo a que él me echara así. Supongo que no había honor en eso, no era el acto típico de rebeldía adolescente que te dejaba en un taburete muy alto ante tus amigos y te hacía popular con las chicas. No, esto era casi una humillación, el tener que llegar con tus porquerías donde un buen amigo para pedirle un lugar donde quedarse, tener que interrumpir su vida normal, su vida familiar.

-¿Qué? –la voz de mi madre sonó ahogada.

-Estoy diciendo –ahora volvió su mirada hacia ella, indiferente.- que el chico puede hacer lo que se le venga en gana, pero no lo hará aquí. Ni tampoco lo hará donde tu madre ni donde la mía.

-Pe-pe-pedro…

-No te angusties, mujer –mi padre le puso una mano en su cabeza, como quien acaricia a un perro-. No te angusties por alguien que no existe.

Se puso de pie y, tomando la mano de mi angustiada madre, la tironeó hasta sacarla de la pieza y cerrar la puerta, sin mirar atrás.

Me costó al menos cinco minutos el ponerme de pie. Mi cerebro no estaba funcionando. Cuando logré mantenerme estable sin marearme, me acerqué a mi armario y saqué la mayor cantidad de ropa que pude; la enrollé y la metí en mi bolso de viaje, guardando también mis CDs, películas y revistas. La guitarra la llevaría en su funda, colgada a mi espalda. Me demoré en eso media hora, seleccionando lo que me llevaría y lo que dejaría acá. Supuse que algún día tendría que regresar a buscar el resto de mis bártulos. Decidí no llevarme los posters, quería que algo de mí quedara en aquel lugar, algo que le recordara a mis hermanos pequeños que yo aún estaba en algún lado.

Cuando estuve listo, tomé un lápiz y una hoja de cuaderno y garabateé un intento de carta.


“Enanos:

No quiero que, por nada de este mundo, discutan con papá por haberme echado. Es una orden. Tampoco quiero que se porten mal ni sean insolentes. Hagan caso en todo a mamá, trátenla con cariño por mí. Tampoco quiero que lloren, no es necesario hacerlo por mí.

Les aseguro que los vendré a ver uno de estos días. Y si papá se pone malo, llamaré a Eduardo a su celular, y nos juntaremos en algún lado un día, a escondidas de papá. No me llamen, yo los llamaré.

Otra cosa, cuiden al perro por mí. Sáquenlo a pasear al pobre, yo siempre lo hacía.

Cuando quieran escapar, enciérrense en mi pieza, se las dejo a ustedes ahora.

Los quiero a los dos, Eduardo y Felipe.

Tomás, su hermano buena onda”


Quise despedirme debidamente de ellos, pero supuse que estarían en su habitación temblando de miedo por los gritos, arropados hasta la cabeza con las ropas de la cama. Además, si me despedía se pondrían a llorar, y probablemente yo también. Y no dejaría que mi padre me viera llorar. Deslicé la carta bajo la puerta de la habitación de los niños y bajé la escalera.

Mi padre estaba sentado en el sillón, viendo televisión con un vaso de cerveza en su mano. Mi madre se paseaba de un lado a otro por el comedor, llorando y mascándose las uñas.

-Tomás, Tomás, por favor no te vayas –rogó cuando pasé frente a ella-. Hijo, por favor, escucha a tu padre y quédate.

Me volví a ella y controlé mi odio.

-Ma, no te pongas así –le pedí-. No es que nunca más te vaya a ver, no te desharás de mí tan fácilmente. Y de verdad –añadí- creo que esto es lo mejor para todos. Tómalo como si fueran unas vacaciones, como cuando me iba de camping con mis amigos. Tómalo también como tus vacaciones, y descansa de las peleas y los gritos.

La abracé brevemente y luego avancé hacia la puerta.

Salí sin mirar atrás, tal y como mi padre había salido de mi habitación.


enero 25, 2009

El Hada y el Sol


Para mi amiga, mi luz...
Vanessa.


El hada y el Sol.

Había una vez un hada, hermosa criatura, que vivía en un bosque, en soledad. Esta hada era esbelta, de oscuro cabello y oscuros ojos; sus facciones eran suaves, y su porte digno. El hada era sabia, muy sabia, pero no podía compartir su sabiduría con nadie, porque no le agradaba la compañía, y la compañía la evitaba a ella.

Un día, estando en su árbol, el viento le llevó rumores extraños sobre el mundo de allá afuera. Le decía que la gente ya no creía, la gente ya no esperaba, la gente ya no amaba… El hada se puso muy triste, porque siempre había querido conocer la calidez de un abrazo, la alegría de un niño, el amor de una pareja; y ahora que todo lo lindo estaba muriendo en los hombres, ella no podía cumplir su sueño. Tras meditar largo rato, decidió salir al mundo, e intentar rescatar aunque fuera un poco del amor que tanto ansiaba.

Nerviosa y tímida como era, salió a campo abierto. Fuera de la mullida cubierta del bosque, por donde la luz del sol entraba a penas, el día era mucho más claro. Había un cielo nublado, pero aún así iluminado por un sol invisible. Preguntándose cómo comenzaría su misión llegó a un pequeño pueblito, con pocos habitantes. “Quizás aquí no hayan perdido el amor”, pensó el hada, deseosa de volver cuánto antes a su eterna soledad.

Caminó por entre el pueblo, y encontró a un hombre adulto sentado en una roca, cabizbajo.

-¿Puedo ayudarle en algo?- preguntó en un susurro, acercándose a el con parsimonia. Enseguida se arrepintió de haberlo hecho, porque quizás el hombre quería estar solo, y ella era una interrupción.

-Lo dudo, bella hada- suspiró el hombre, mirándola a los ojos. Parecía realmente mortificado.- Tengo una esposa y dos hijos, y no tengo trabajo. No tengo qué darle de comer a mis pequeños, y mi esposa me reclama por un lecho en dónde dormir. He buscado durante meses, pero nadie parece necesitar nada…

El hada sintió el dolor del hombre, y fue incapaz de seguir junto a él. Con la cabeza gacha, siguió su camino pueblo adentro.

Unos minutos más tarde, encontró a una mujer llorando fuera de la puerta de su casa. Sus ropas negras se agitaban a causa del viento, al igual que su pelo.

-¿Puedo ayudarle en algo?- inquirió una vez más, agachándose junto a la bella y joven mujer.

-¡Ay hada!- suspiró ella, alzando sus ojos- Mi joven esposo está moribundo, le acaece una extraña dolencia, y los médicos dijeron que ya nada quedaba por hacer. –La mujer se encogió de hombros y esbozó una apagada sonrisa.- Incluso he vestido de negro ya para estar lista cuando llegue el momento.

El hada sintió como sus ojos se llenaban de lágrimas, y por inercia continuó su camino, con la tristeza del hombre pobre y la mujer casi viuda en su corazón.

Un poco más allá, se encontró con un niño pequeño, que sentado sobre la tierra dura, miraba con tristeza un soldadito de madera que sostenía en sus manos.

-¿Qué sucede, pequeño?- le preguntó con voz queda, sentándose a su lado.

El niño la miró con los ojos llorosos, y le mostró su juguete.

-Este soldadito me lo hizo mi papá. –Relató.- Y ahora él se ha ido con otra mujer, y nos ha dejado solos a mi madre y a mí. Y no quiero verla llorar otra vez por él, porque ella y yo todavía lo queremos mucho.

El hada sintió que su corazón se partía en dos ante la inocente tristeza del niño, y quiso correr lejos de ahí, a su árbol, a su soledad.

Y así lo hizo. Salió corriendo hacia su bosque, y se agazapó entre las ramas de su amado árbol. Pero no encontró consuelo. Los rostros afligidos del hombre, la mujer y el niño volvían una y otra vez a su mente, y le hacían imposible la tranquilidad. Pasó así varios días, hasta que, sin soportarlo más, volvió al campo abierto. Esta vez el sol le golpeó de lleno en el rostro, y tuvo que cerrar los ojos por un momento para que no le doliera. Nunca había visto el sol, pasando toda su vida en el bosque, protegida por la capa de copiosas hojas que formaban una cubierta penetrable a penas por la luz. Con miedo, levantó su cabeza y abrió los ojos. Y allí estaba, el sol, poderoso, majestuoso, imponente en medio del cielo azul. Y el hada quedó maravillada con su luz, con su calor

-¿Cómo he podido vivir toda mi vida sin verte ni una vez, Oh sol mío?- murmuró emocionada.- ¿Cómo he podido sobrevivir sin tu luz y tu abrazo cálido?

Llorando de felicidad, se sentó sobre la hierba fresca a contemplar el cielo, ya que aún le dolía mirar el sol directo a los ojos. De pronto, se sintió completa, llena por vez primera desde que tuviera conciencia. Y, sin miedo de quemarse, clavó sus ojos en el gran astro, absorbiendo toda su luz, todo su calor. Y sintió a su alma elevar un canto de amor hacia la vida y la esperanza. Se incorporó de un salto, y corrió danzando hacia el pueblo que antes visitara con tan distinto ánimo. Y no paró hasta llegar al lugar donde, suponía ella, estaría aún el hombre pobre. En efecto, ahí se encontraba él, aún abatido, afligido y con claras señas de no haberse movido por un largo rato. Se acercó a él, y le tomó las manos con ternura. El hombre la miró extrañado, pero quedó hipnotizado en su mirada. Sus ojos reflejaban la luz del sol, y sintió ánimos para seguir buscando su trabajo. Le sonrió y se puso de pie y emprendió su camino otra vez.

El hada siguió pueblo adentro y se paró frente a la casa de la mujer, que seguía sentada en la puerta, vestida de negro. Al parecer, su marido aún no moría. Le tomó el mentón y se lo levantó.

-Confía, mujer. Sólo así tu marido se sanará.-La mujer le miró confusa, y esbozó una sonrisa tímida ahora- ¡Ve a cuidarlo! ¡No te rindas! El te necesita, ¡ayúdale!

La mujer sonrió con nueva energía, y entró corriendo a la casa.

El hada siguió su camino, y llegó junto al niño del soldadito. Lo tomó en brazos, lo arrulló contra su pecho, y murmuró en su oído.

-No estás solo, pequeño. Tu madre y tú aún se tienen el uno al otro. Sonríe, ¡Ve a jugar! Sólo así tu madre será feliz.

El niño la abrazó con fuerza y luego bajó de un salto, y fue a jugar con sus amigos.

Desde aquel día el hada vivió entre los hombres y mujeres del pueblo, ayudándoles y entregándoles su amor. Y todos confiaban en ella, y todos le amaban, porque su ser, su sonrisa y sus ojos reflejaban el calor del sol, la luz del sol, e iluminaban sus días más oscuros con una luz de esperanza, de amor.