-No te creo –dije, mientras te contemplaba divertida.
Tu expresión mudó de vergüenza a incredulidad, para luego quedarse a medio camino de la súplica.
-Exacto. No te creo. –repetí lentamente, como quien le explica algo obvio a un niño pequeño.
-¿No me crees? –preguntaste atónito.
-Nop
Me crucé de brazos y te sonreí. Lo mejor de todo era saber que había dado en el clavo. Estaba esforzándome mucho para no largarme a reír. Tus ojos abiertos como platos, tus mejillas sonrosadas, tus labios entreabiertos en una mueca de incomprensión; todo aquello me causaba enorme gracia, y nunca había sido muy buena conteniendo la risa. Estas realmente cómico y, aún así, estabas muy, pero que muy guapo.
-¿Y por qué? –Reíste suavemente- Te estoy diciendo la verdad.
-¡Ja! –Me carcajeé- ¡Vamos, no juegues conmigo!
-¡No estoy bromeando! –repetiste, un poco molesto.
-¡Ay, qué pesado!
Me di la vuelta y me senté en el sofá. Me crucé también de piernas y conté los segundos hasta para que te aparecieras otra vez ante mi. “Uno, dos tres…”
-¿Y yo soy el pesado? –Soltaste un bufido- ¡Eres tú la que no me cree cuando intento aclarar las cosas!
-¡Pero si estás mintiendo! ¡Acéptalo! –exclamé con ironía.
Me miraste ceñudo; luego, enfurruñado. Te fuiste a sentar en el sillón frente a mí y te quedaste mirándome.
“Esta vez lo aceptarás” –me prometí mentalmente.
-No te quiero. –lo dijiste apartando la mirada.
-No te creo.
-Es la verdad.
-No, no lo es.
Luego, uno o dos minutos de silencio.
-¿Por qué dices que no es verdad? –ya no había enojo en tu voz, sólo curiosidad, y un deje de algo de diversión.
-Porque tú estás enamorado de mi, lo sé –expliqué, mirándote con desdén.- Me amas.
-¿Amarte? –Repetiste- ¡Ja!
Levanté una ceja y contraataqué.
-¡Acéptalo! Me amas en silencio desde hace tiempo.
-¡Eres una obstinada, vanidosa y orgullosa! –Exclamaste, azorado- Tu estúpido orgullo no te deja ver nada más que lo que quieres ver y…
-No es orgullo. –musité con dolorosa calma, ya que me habían herido tus palabras.- No es orgullo.
Esperé, pero no dijiste nada, así que decidí continuar. Busqué tu mirada y la sostuve mientras me explicaba.
-No es orgullo –respiré hondo-. No sé por qué, pero sí sé que tú me quieres –comencé a azorarme, pero me mantuve firme-. Quizás no te has dado cuenta, o simplemente no quieres aceptarlo, o tal vez te falta tiempo para entenderlo. Pero me quieres, y eso es algo que no puedes cambiar.
Me mirabas asustado, y era muy comprensible. Pocas veces te había hablado con seriedad, y nunca de un tema tan delicado.
Como seguías sin decir nada, me mantuve observándote fijo. Estuvimos así durante un rato, en mi pecho una batalla entre ir a besarte de improviso, o quizás salir corriendo.
Y, de pronto, sonreíste. Una de las sonrisas más hermosas que te he visto jamás.
No supe qué me impulsó, pero entonces me hallé frente a ti, mis manos tomando tus mejillas con suavidad. Y te besé. Sin pensarlo siquiera, posé mis labios sobre los tuyos. Cuando me di cuenta, ya lo había hecho, y me invadió una humillante vergüenza. Te solté, azorada, y me alejé de ti para pedirte disculpas.
-Perdón, yo…
Pero tú me paraste de sopetón con otro beso, y algo en mi pecho gritó de alegría. Con que era verdad. Había logrado despertar en ti algo diferente por mí, después de tanto tiempo de amarte en silencio…
Y tu beso era el premio más grande de todos. El cumplimiento de todos mis sueños y anhelos. Lo mejor, ciertamente. Quise decirte algo, lo que fuera para hacerte entender cuánto te quería.
-Yo… -me costaba respirar cuando me separé de ti- Yo quería decir…
Pero nuevamente me atrajiste hacia ti, ahora en un apretado abrazo.
-Eres detestable, ¿lo sabías?
Reíste en mi oído, y supe que había ganado. Finalmente.
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