Fuego Liquido

Fuego Liquido
Muchas veces creemos que el agua es fría y gélida, por lo que es mala. Otras tantas pensamos que el fuego es candente y peligroso, y es malo. Pero, los dos dan vida, entonces, ¿fuego o agua?

++Frase Aleatoria++

No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre representando el papel principal de la Historia del mundo. Y normalmente no lo sabe

mayo 10, 2009

La Hora


De pronto, abrí de un golpe mis ojos y los enfoqué la ventana junto a mi cama. Tenía la costumbre de dormirme observando la noche, por lo que al despertar lo primero que veía era mi reflejo somnoliento en el cristal.

Cuando dejé completamente la inconciencia, la borrosa silueta del árbol atrapó mi mirada, recortándose contra la oscuridad de la noche con sus ramas meciéndose suavemente a causa de la brisa otoñal. No sabría decir cuánto tiempo estuve así, contemplando extasiada la belleza de aquel simple paisaje; pero sí recuerdo que, en un momento de extasiada felicidad, extendí mi esquelética mano derecha con la intención de alcanzar una de las ramas de aquel viejo árbol para sentir su textura. No me sorprendió el hecho de que ésta atravesara el grueso cristal como si estuviese hecho de humo, o simplemente no existiera. Sonreí. Estirando más mi brazo, pude incluso agarrar una de las ramas más cercanas a la ventana. La sostuve con suavidad y me regodeé acariciándola, trazando círculos en la áspera madera, siguiendo sus líneas con mi pulgar. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sentimiento de paz que me desbordaba.

En un momento, me sentí flotar por sobre mi cama, como si me hubiese elevado varios centímetros; mecerme con parsimonia hacia la ventana y luego atravesarla lentamente, como antes hiciera con mi brazo.

Estaba extasiada. La belleza de mi árbol nunca me había parecido tal, con tanta vida, incluso ahora en mitad de la noche. Me volví hacia el cielo y contemplé con emoción la oscuridad del cielo otoña, sobre la cual se extendía un manto de estrellas brillantes y magníficas, estrellas que nunca antes me habían parecido tan luminosas, ni tampoco tan numerosas. Y en medio de ellas se erguía la luna, majestuosa y gigante, alumbrando pálidamente todo lo que alcanzaba.

Deseé acercarme a ella, y en el acto me elevé en su dirección. Comencé a flotar hacia el cielo, sin poder apartar mi vista de mi objetivo. En un momento, cuando ya había dejado el patio de mi casa a mis espaldas, me llené de terror por lo que estaba haciendo, y me giré a observarlo. Me invadió una tristeza apagada por no haber podido despedirme adecuadamente de mis padres y mis amigos; sabía que, cuando encontraran mi cuerpo vacío en la mañana, sufrirían mucho dolor. Rogué con toda mi alma que no se les hiciera tan difícil, que tras un tiempo aceptaran mi partida y comprendieran que mi hora había llegado, un poco súbitamente tal vez, pero que nada se podía hacer para retrasarla.

Di una última mirada al lugar que había sido mi hogar durante tantos años ya, y luego me giré definitivamente hacia mi destino. Y sonriendo con toda la capacidad que era posible, me dejé llevar por mi conciencia, con la certeza de que así encontraría el camino correcto hacia mi vida, mi nueva vida; una vida que estaría llena de gracia y de amor; una vida donde todo sería perfecto, donde no existiría el tiempo ni los límites; una existencia donde esperaba, algún día, reencontrarme con mis seres amados, y vivir con ellos para toda la eternidad.

De cómo nacieron las Pesadillas.


Cuenta la historia que, hace varios cientos de años, los humanos sólo tenían sueños agradables y dulces, los que les quitaban el cansancio, la pena y el miedo de encima y los dejaban a punto para encarar el siguiente día. Por lo que, en todo el mundo, los hombres y mujeres dormían espléndidamente cada noche, recordando los momentos más bellos o creando las ilusiones más idílicas acerca de sí mismos.

Y todo transcurría perfectamente, hasta que… 

Un día, en el lejano y pequeño pueblo de Ensueño, una niña se adentró en el bosque, mientras jugaba a las escondidas con su hermana. La niña, Helena, corrió y corrió bosque adentro, sin percatarse del tiempo ni de la distancia. Y en su loca travesía, llegó a una casita de madera muy vieja y destartalada, pequeña y también sucia.

Helena se asustó, y se quedó allí de pie, contemplándola. Y en eso estaba cuando divisó una bella flor roja escondida entre la maleza del lugar. Se tentó, pues le encantaban las flores, y ésta era especialmente bella con su deslumbrante tono rojizo. Acercándose lentamente, Helena tomó el tallo entre sus pequeños dedos y tiró de él, separándola de la tierra.

Al instante, un sonido gutural rompió la paz del lugar, y Helena retrocedió flor en mano, asustadísima.

-¡Qué habéis hecho! –gritó una terrorífica voz de mujer- ¡Qué habéis osado hacer, pequeña tonta!

-Y-Y-yo… -tartamudeó Helena, sin lograr que sus piernas respondieran a la orden de echar a correr.

-¡Me habéis arrancado del suelo, habéis destruido la única salida del mundo espiritual!... –gorjeó la voz.- ¡No hay improperio adecuado para describiros, niñata insulsa!

Helena estaba pálida e inmóvil, aferrando la flor que, hasta ahora no se había percatado, tenía unas agudas espinas que le estaban pinchando e hiriendo sus blancas y suaves manos. Una gota de sangre salió de una de las heridas, y la voz tronó de nuevo.

-¡Pagaréis por esto, jovencita!

-P-pe-pero yo s-so-sólo… -intentó excusarse.

-¡De nada valdrán tus explicaciones! –exclamó la voz- ¡Me habéis condenado a vagar eternamente por el mundo espiritual! ¡Para siempre! -la voz dio una terrible grito, y luego agregó- Pero no saldréis libre de esta injuria, os los aseguro.

Hubo un momentáneo silencio, en el cual Helena, con los ojos fuertemente cerrados, intentó convencerse de que nada pasaría, de que aquella flor no escondía ningún secreto macabro, y de que podría volver a casa tranquilamente.

-Por haber osado arrancar mi portal de la tierra, os condeno a mi terrible tormento –tronó la voz, sobresaltando a la temerosa Helena y obligándola a abrir sus ojos.- Soy la bruja Pesadilla, y vagaré por tus sueños y los de tus hijos para siempre. ¡Y de todo aquel humano que me parezca demasiado feliz!

Helena tembló.

-¡Recordarás mi nombre, pequeñaja! –soltó una risa tenebrosa- En las noches tu mente se llenará de horribles imágenes creadas por mí. Y será algo impredecible e incontrolable. Sufrirás, oh sí, sufrirás.

Hubo una pausa en que el lugar pareció oscurecerse y enfriarse.

-Recordarás mi nombre, niñata. –susurró, como si se alejara.- Ya lo verás.

Y la voz se desvaneció con el viento, a la vez que el lugar recuperaba el calor y la luz.

 

Y cuentan que Helena volvió a su pueblito, con una flor que puso rápidamente en agua. Allí, bajo el candente y brillante sol, y en medio de la gente, se le había ya olvidado su siniestra travesía por el bosque. Y no lo recordó hasta que, esa noche, horrendas visiones le invadieron los sueños que otrora habrían sido dulces.

Y así fue como nacieron las pesadillas, esporádicos horrores que acosarían a los hombres hasta el día de hoy, impidiéndoles el descanso y dándoles una cuota de amargura a sus noches de ensueño. 

Orgullo, no


-No te creo –dije, mientras te contemplaba divertida.

Tu expresión mudó de vergüenza a incredulidad, para luego quedarse a medio camino de la súplica.

-Exacto. No te creo. –repetí lentamente, como quien le explica algo obvio a un niño pequeño.

-¿No me crees? –preguntaste atónito.

-Nop

Me crucé de brazos y te sonreí. Lo mejor de todo era saber que había dado en el clavo. Estaba esforzándome mucho para no largarme a reír. Tus ojos abiertos como platos, tus mejillas sonrosadas, tus labios entreabiertos en una mueca de incomprensión; todo aquello me causaba enorme gracia, y nunca había sido muy buena conteniendo la risa. Estas realmente cómico y, aún así, estabas muy, pero que muy guapo.

-¿Y por qué? –Reíste suavemente- Te estoy diciendo la verdad.

-¡Ja! –Me carcajeé- ¡Vamos, no juegues conmigo!

-¡No estoy bromeando! –repetiste, un poco molesto.

-¡Ay, qué pesado!

Me di la vuelta y me senté en el sofá. Me crucé también de piernas y conté los segundos hasta para que te aparecieras otra vez ante mi. “Uno, dos tres…”

-¿Y yo soy el pesado? –Soltaste un bufido- ¡Eres tú la que no me cree cuando intento aclarar las cosas!

-¡Pero si estás mintiendo! ¡Acéptalo! –exclamé con ironía.

Me miraste ceñudo; luego, enfurruñado. Te fuiste a sentar en el sillón frente a mí y te quedaste mirándome.

“Esta vez lo aceptarás” –me prometí mentalmente.

-No te quiero. –lo dijiste apartando la mirada.

-No te creo.

-Es la verdad.

-No, no lo es.

Luego, uno o dos minutos de silencio.

-¿Por qué dices que no es verdad? –ya no había enojo en tu voz, sólo curiosidad, y un deje de algo de diversión.

-Porque tú estás enamorado de mi, lo sé –expliqué, mirándote con desdén.- Me amas.

-¿Amarte? –Repetiste- ¡Ja!

Levanté una ceja y contraataqué.

-¡Acéptalo! Me amas en silencio desde hace tiempo.

-¡Eres una obstinada, vanidosa y orgullosa! –Exclamaste, azorado- Tu estúpido orgullo no te deja ver nada más que lo que quieres ver y…

-No es orgullo. –musité con dolorosa calma, ya que me habían herido tus palabras.- No es orgullo.

Esperé, pero no dijiste nada, así que decidí continuar. Busqué tu mirada y la sostuve mientras me explicaba.

-No es orgullo –respiré hondo-. No sé por qué, pero sí sé que tú me quieres –comencé a azorarme, pero me mantuve firme-. Quizás no te has dado cuenta, o simplemente no quieres aceptarlo, o tal vez te falta tiempo para entenderlo. Pero me quieres, y eso es algo que no puedes cambiar.

Me mirabas asustado, y era muy comprensible. Pocas veces te había hablado con seriedad, y nunca de un tema tan delicado.

Como seguías sin decir nada, me mantuve observándote fijo. Estuvimos así durante un rato, en mi pecho una batalla entre ir a besarte de improviso, o quizás salir corriendo.

Y, de pronto, sonreíste. Una de las sonrisas más hermosas que te he visto jamás.

No supe qué me impulsó, pero entonces me hallé frente a ti, mis manos tomando tus mejillas con suavidad. Y te besé. Sin pensarlo siquiera, posé mis labios sobre los tuyos. Cuando me di cuenta, ya lo había hecho, y me invadió una humillante vergüenza. Te solté, azorada, y me alejé de ti para pedirte disculpas.

-Perdón, yo…

Pero tú me paraste de sopetón con otro beso, y algo en mi pecho gritó de alegría. Con que era verdad. Había logrado despertar en ti algo diferente por mí, después de tanto tiempo de amarte en silencio…

Y tu beso era el premio más grande de todos. El cumplimiento de todos mis sueños y anhelos. Lo mejor, ciertamente. Quise decirte algo, lo que fuera para hacerte entender cuánto te quería.

-Yo… -me costaba respirar cuando me separé de ti- Yo quería decir…

Pero nuevamente me atrajiste hacia ti, ahora en un apretado abrazo.

-Eres detestable, ¿lo sabías?

Reíste en mi oído, y supe que había ganado. Finalmente.

 

De cada lado.

Me miras a los ojos fríamente y dices.
-Yo… yo no te amo. Nunca lo hice y nunca lo haré. Vete, por favor.
Creo que casi puedes oír mi corazón quebrándose en cientos de trozos diferentes, irregulares entre si y manchados con sangre. Mis ojos se llenan de lágrimas, me muero de vergüenza. Recuerdo una vez haberme prometido que jamás dejaría que me vieses llorar; y, sin embargo, aquí estoy, casi desecha a tus pies, a punto de rogarte que no te vayas, que lo intentemos otra vez, que me des otra oportunidad.
Y parece que conoces mis pensamientos, mis intenciones, porque me miras displicente y agregas.
-No me pidas que te quiera, porque no puedo. Jamás podría quererte, así que mejor olvídate de mí.
Tus palabras me hieren en lo más profundo del alma. Mis piernas comienzan a temblar y, en un segundo de absoluta lucidez, me pregunto en qué momento el cuento de hadas tornó a pesadilla; cómo fue que llegamos a esto, si yo estaba segura que habitaba a tu corazón. Pero el momento pasa, y me veo arrastrada por el dolor. Te miro suplicante otra vez; quisiera decir todo lo que siento por ti…
Entonces, tú te das la vuelta y sales sin decir nada.
Me quedo ahí de pie, observando el lugar donde, hasta hace un momento, estabas erguido, tan perfecto como cuando recién te conocí. Sólo entonces soy completamente consciente de cuánto te quiero, y tu ausencia atraviesa mi alma.
Sigo llorando.

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Tenía que hacerlo de una vez, no lo volver a podía retrasar . Sabía que esto ya no daba para más, y sería yo quien lo terminase.
Respiré profundo y me volví hacia ti, intentando controlar mi expresión para que no se notase ni por un instante lo que de verdad pasaba por mi mente.
-Yo… yo no te amo. Nunca lo hice y nunca lo haré. Vete, por favor.
Si aquella sola frase me hirió por su infame falsedad, el dolor fue nada en comparación a lo que sentí al ver tus ojos lagrimear. Casi como reflejo, deseé abrazarte, consolarte, decirte al oído que todo estaba bien, que siempre te había querido, que eso no cambiaría…
Y tú no dices nada, y las pequeñas esperanzas que aún quedaban en mi alma comienzan a derrumbarse. Siento miedo de que notes mi turbación y decidas quedarte sólo por compasión a mí. Haciendo acopio de mi máximo –y último- valor, imprimo todo el desprecio posible en mis palabras y mi mirada.
-No me pidas que te quiera, porque no puedo. Jamás podría quererte, así que mejor olvídate de mí.
Te veo llorar, y me repito que tus lágrimas son falsas, o quizás incluso de felicidad. Me digo que no me quieres, y que ésta es la mejor forma de verte feliz: siendo libre.
Por un momento, me aterra la idea de dejarte, y deseo con todo mi ser pedirte que sigamos con esto, que me des otra oportunidad para conquistarte; que me dejes prometerte que ahora lo haré bien.
Pero aquel instante pasa y tú sigues ahí parada sin decir nada. Creo ver un atisbo de incredulidad en tus ojos, y siento miedo al suponer que ya has descubierto que todo esto es una farsa.
Bajo mi mirada y me doy la vuelta para salir del lugar. Tú sigues ahí, inmóvil, sin siquiera decirme adiós. Supongo que, finalmente, nunca sentiste nada por mí.
Rompo a llorar.