El gran dragón miraba con cuasi ternura a la pequeña bola que tenía entre sus enormes patas. Se encontraba echado sobre su vientre, y contemplaba extasiado aquella esfera tricolor: azul, marrón y verde. Era su tesoro. Lo había ganado tras cruentas batallas con otros dragones, todos persiguiendo la ambición de poseer aquella cosa, aquella insignificante cosa, pero muy hermosa. El vestigio de su difícil contienda era claro a la vista: la mitad de su ala derecha había sido arrancada, provocándole graves trastornos al volar, y una melancolía que, con el paso del tiempo y la ayuda de aquella esfera bella, se haría más amena.
Esta adoración era casi un ritual casi horario para la criatura. Cada cierto rato, despertaba de su sueño, inquieto, buscando la textura de su tesoro. Y, tras comprobar que aún lo tenía consigo, lo miraba como una madre miraría a su pequeño hijito. Así, tras unos momentos, comenzaba a adormecerse, presa de un hechizo intangible de aquella misteriosa bola. Luego, antes de quedarse completamente dormido, exhalaba un leve, muy leve resoplido de descanso.
Entonces, en una gran metrópoli de la Tierra, los habitantes se quejaban de que otra vez habría mal tiempo.
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