Un zumbido proveniente desde fuera de mi ventana me advirtió de su venida. Como cada noche que él se presentaba, mi corazón se volvió un huracán de deseo y terror. Su presencia, siempre tan infinita, lograba llenar por completo el espacio de mi habitación, y sus ojos quitaban el aire de mis pobres y desgastados pulmones. Debía ser sólo otra noche más. Ya no esperaba que nada cambiara.
-¿Cómo has estado?
En apenas un pestañeo, él había aparecido ante mí, terrible, mirándome con una sonrisa en su pálido rostro.
-Aquí, ya me ves. –respondí, tratando de incorporarme en mi cama. Él se acercó solícito y me ayudó. Estoy segura que con un solo dedo podría haberme levantado, sin embargo me abrazo con suavidad y me sentó; luego, me arropó con una manta y encendió la lamparita del velador.
-¿Cómo te has sentido?
Bufé.
-Vuelvo a repetir, ya me ves acá. –suspiré- Cada día es más difícil, tú lo sabes. No sé cómo afrontarlo.
Sonrió.
-Es el costo. –dijo, mirándome a los ojos. Como siempre, el fuego de su mirada me atrapó, sólo para comenzar a quemarme dentro, en el centro de mi pecho. No aguanté más y desvié la mirada, asustada.
Acercándose, levantó mi rostro con su mano –congelada- y me obligó a mirarlo.
-Te he dado suficiente tiempo ya, Roxana. –susurró- Mucho he prorrogado esta situación, y el juego está perdiendo su gracia.
Quise llorar, pero el miedo me tenía paralizada. Sabía que él no aguantaría mucho más, y todo acabaría. Pero me era imposible aceptarlo.
Como si nada hubiese sucedido, soltó mi mentón y se cruzó de piernas.
-Tus hijos, ¿cómo están? ¿Y Armando?
Traté de contener mis lágrimas, pero me fue imposible. La parálisis que me había impedido sollozar mientras él me miraba, se había ido, dejando sólo el terror tras de sí. No pude evitar que las lágrimas rodaran por mis mejillas mientras le respondía; y, como era de esperar, él no se inmutó ante mi llanto.
-Mis niños están bien, hoy les ha ido muy bien en la escuela… -sollocé- Son tan hábiles, son perfectos…
-Ya veo.
-Y Armando está ahí, durmiendo. –Me quedé un momento en silencio, recordando el rostro de mi dulce esposo atribulado por el dolor.- Es tanto lo que sufre, que no sé qué hacer para que sea feliz. No he logrado convencerlo de que rearme su vida, que se vaya con los niños, busque una mujer bella y joven, y disfrute los largos años que le quedan aún.
Mi acompañante soltó una carcajada.
-¿Y tú esperas que él no sufra, Roxana? –volvió a reír- Estás loca, tú eres la culpable de todo su sufrir, así que no pretendas ahora sanarlo. Armando y tus hijos sufrirán mucho, pero todo será tu culpa. Tenlo en cuenta.
Me quedé reflexionando sobre eso, dándome cuenta de que tenía razón. Mientras, sentía cómo mis pertenencias caían al suelo, rompiéndose; mientras veía que mi ropa era echa trisas, y mis más preciados adornos, destrozados. La sombra se movía sigilosa por el lugar, escogiendo cada cosa especial y destruyéndola frente a mis ojos. Ahí iba mi blusa preferida, aquella que usara cada vez que salía con Armando, al menos antes de todo esto; luego, la foto de mi madre difunta; las tarjetas que mis hijos me habían hecho por el Día de la Madre; el cuadro de mi boda con Armando. Con cada nuevo recuerdo que era roto, se rompía también una parte de mi alma, y podía presentir que no aguantaría mucho más todo esto. ¿Qué hacer?
-¿Qué quieres que haga? –sollocé, tratando de pararme a detenerlo.
En seguida volvió junto a mí, y secó mis lágrimas.
-Oh no, no intentes pararte, querida. –me empujó de vuelta a mi cama- Estás demasiado débil, te necesito fuerte y sana.
-¿Qué quieres que haga? –repetí, desesperada.
Se acercó y susurró en mi oído, produciéndome un escalofrío que recorrió cada parte de mi dolorido ser.
-Tú sabes perfectamente qué es lo que deseo de ti, Roxana.
Más lágrimas cayeron por mi mentón.
-Sólo debes acceder, decir que sí y todo esto terminará. –acarició mi cuello- Te prometo que todo terminará.
Negué con la cabeza.
-Serán sólo un par de meses, Roxana.
Volví a negar.
-Vamos, sólo un par de meses.
No respondí, dudando dentro de mi corazón. Él se puso de pie, y volvió a su cometido. Mientras, yo sopesaba mis opciones. Meses llevábamos así, él viniendo cada noche a tratar de convencerme, y yo tratando de negarme. Desde entonces, mi agresivo cáncer de cuello de útero avanzaba más y más, y ya ni la morfina lograba quitarme el dolor. Mis hijos llegaban cada mañana y noche con sus ojitos hinchados tanto llorar, con chocolates y dulces para su mamá, chocolates que me obligaba a comer por amor a ellos, dulces que vomitaba por la noche a causa de las náuseas. Cada noche escuchaba a mi dulce esposo sollozar a mi lado, cuando creía que estaba dormida a causa de la anestesia, rogando a Dios me sanara y le devolviera la felicidad. Y yo mordía la sábana, tratando de que él no me escuchara gemir. ¿Cuánto más podía esperar?
-Tú sabes lo que yo te ofrezco, Roxana. –dijo él, mientras rasguñaba las paredes- Accede a lo que te pido, y yo te devuelvo la vida que has perdido. Yo te infecté, querida; así que yo puedo quitarte ese veneno si así lo deseo.
Titubeé. Quizás si sería lo mejor.
-Vamos, Roxie, tú sabes que sí quieres.
Volvió a acercarse a mí, poniendo su mano en mi pecho.
-Sólo dí que sí, y mañana recuperarás tu vida.
Miré a Armando junto a mí, durmiendo como un niño, cansado de tanto llorar. Pensé en mis hijos, que tendrían que crecer sin una madre, y soportando el dolor de un padre devastado. Tomé una decisión.
“Dios, perdóname”
-Está bien.
Lucifer rió con fuerza, y se abalanzó sobre mí. Me poseyó con fiereza, y sólo logre soportar pensando en Armando y mis hijos. Lloré, lloré y lloré. Rogué a Dios en mi mente que me perdonara, una y otra vez. Y, de alguna manera, sabría que Él lo haría.
Después de esa noche terrible, la mañana me encontró sentada frente al espejo, contemplando mi pálido rostro. Algo en él había cambiado. Con algún temor, puse mi mano sobre el vientre y, de alguna manera, sentí el niño que comenzaba a gestarse. Sentí asco y náuseas, pero logré contenerme.
Cuando Armando despertó y me vio vestida y arreglada, se incorporó con rapidez. Le dije que estaba bien, que quería salir y despejarme. Él, emocionado hasta las lágrimas, despertó a los niños, para llevarme a mí y a ellos al parque.
Seis meses han pasado ya desde aquello, y mi vientre de embarazada es prominente. No tengo rastro alguno del cáncer que me acuciaba, los médicos dijeron que era un milagro, algo inexplicable. Mis hijos han recuperado su alegría habitual, y Armando ha vuelto a ser el hombre tranquilo y positivo que siempre había sido. Suele llegar con flores para mí, para –como él mismo dice- celebrarme por vivir. Por ganarle a la muerte.
Y yo, cada noche, siento el velo de la oscuridad posarse sobre mi cuerpo. El niño se mueve, creciendo con normalidad, y yo me suelo preguntar: ¿qué haré cuando nazca?