Las cosas no iban bien, para nada.
Me encontraba recostado en mi cama deshecha, con los ojos fuertemente cerrados y las manos en puños. Intentaba apaciguar la ira que bullía en mi interior, contenerla al menos; pero los gritos que llegaban desde el piso inferior no ayudaban mucho.
Luego, unos pies subieron a toda carrera la escalera y me lo vi venir. Fuertes golpes aporrearon la puerta de mi habitación, a la que le había puesto previamente el pestillo.
-¡Abre ya! –gritó mi padre, con una nota inconfundible de “Te mataré por esto” en su voz.- ¡Abre, Tomás!
No respondí, con la secreta esperanza de que mi padre su sulfurara aún más y echara abajo la puerta a patadas. Y también esperaba que me pegara bien fuerte, para luego tener motivos para odiarle aún más.
Los sollozos de una mujer se escucharon tras los puñetazos de mi padre. Mi madre, llorando otra vez por culpa de su inadaptado-malagradecido-insolento hijo de diecinueve años.
Sonreí. Mas bien, hice una mueca grotesca con mi boca, porque eso no se podía llamar sonrisa. No había asomo de alegría en ella, sólo un rastro de enojo, orgullo y profundo dolor.
-¡Abre la puerta, Tomás! –padre otra vez. Supe que no se cansaría hasta que lograra hacerme salir… o entrar él en la habitación.
“A la mierda” –pensé- “Si me va a dejar todo cagado en el suelo, mejor que sea luego”
Me puse de pié de un salto y llegué a la puerta en dos zancadas. Saqué el seguro y la abrí de un tirón, intentando poner la expresión más desafiante posible. Lo logré.
-Está abierta. –Me encogí de hombros- ¿Qué quieres?
Y hay explotó.
-¡¿Qué qué quiero?! –gritó, escupiéndome saliva en la cara. Puaj.- ¡¿Quién mierda te crees que eres?!
Quise soltar una risotada que lo irritara aún más, pero imaginé que la indiferencia lo haría aún más. Así que me di la vuelta y me acerqué al equipo de música. Lo encendí y pulse el botón de Play para reproducir el CD de rock que estaba escuchando ayer. Un ritmo lo suficientemente desagradable para que mi padre mantuviera la poca cordura que le quedaba. Creo que ese era uno de los principales motivos por el cual no encajaba en mi familia. O, mas bien, por el cuál él no me dejaba encajar en mi familia.
Me puse a revisar unos papeles repartidos sobre el escritorio ante la mirada asesina de mi padre. Podía sentir sus ojos castaños clavados en mi nuca, y casi podía ver las chispas de ira en sus pupilas. Era tanto que casi podía sentir la adrenalina corriendo por sus venas, exaltándole cada vez más.
Entró con pasos lentos a mi cuarto y se acercó al reproductor para parar la música. Lo dejé, seguía en el plano “me cago en tu enojo”. Luego cruzó la distancia entre ambos y me giró con un tirón de su manaza. Casi deseé que me diera una patada en los huevos y me rompiera la nariz de un puñetazo. Al menos eso le daría una justificación al dolor que ahora se extendía por todo mi interior. La tristeza quemaba cada parte de mi cuerpo, y formaba un nudo en mi garganta que me hacía desear echarme a llorar como una nena. Pero no le daría esa satisfacción a él. Ya lo creo que no.
Y por fín lo hizo. Me dio un manotazo en la oreja izquierda que me hizo retroceder un paso. Sí, había sido un buen golpe; estaba mareado y mi oido retumbaba. En el linde de la puerta, mi madre reanudó sus ruidosos sollozos. No sabía decir con cuál de los dos estaba más enojado. Por un lado, odiaba a mi padre por no dejarme ser quién era, aún sabiendo que mi conducta era intachable (exceptuando escenas como ésta), mis calificaciones eran buenas al igual que mi lenguaje (otra vez con algunas excepciones); por otro lado, detestaba que mi madre no hiciera nada para ayudarme, pero tampoco le apoyara del todo a él, se mantenía al medio, intentando calmar el ambiente sin ninguna convicción, estallando en llantos antes incluso que la discusión comenzara.
Y lo que más odiaba de todo, eran estas malditas situaciones. No habían comenzado hace mucho, yo siempre había sido un chico bueno. Y aún lo soy. Pero mi padre nunca había aceptado del todo que mi música de preferencia fuese el rock; que gastara mi dinero en música, posters, o accesorios para mi guitarra. No, él me había construido una vida cuando yo aún no nacía. Yo sería ejemplar, muy inteligente y educado, estudiaría medicina en una buena universidad, me casaría, compraría una casa de dos pisos con patio grande, un auto blanco y tendría dos hijos, el mayor sería un varón y luego vendría una linda niñita, y los llamaría Pedro y Mariela, como los nombres de él y mi madre. Me había críado para eso, para seguir al pié de la letra sus órdenes. Y por mucho tiempo lo había hecho; pero algo tenía que cambiar algún día, ¿no? Y el día que le conté que quería dedicarme a la música comenzaron los problemas. Me quitó la palabra durante cinco días, y luego desistió, pero sólo para exponer sus argumentos sobre la miseria de la vida como músico en un país tan pequeño como aquel.
Y de ahí en adelante no había parado.
“Papá, me compré una guitarra”: pelea.
“Papá, tocaré con mi banda en un pub esta noche”: pelea.
“Papá, aún no tengo contemplado casarme”: discusión.
“Papá, estoy de novio con una chica que también es música”: más pelea.
Esa era la rutina desde que tenía diecisiete años. Todo lo que Tomás hacía estaba mal, todo lo que Tomás decía era un insulto, todo lo que Tomás quería era vagar, Tomás sería un don-nadie, Tomás no tendría futuro, Tomás era una vergüenza, una desgracia.
El dolor de los últimos dos años me invadió de golpe, mitigando la ira, y tuve un repentino arrebato. Quise, desesperadamente, arreglar bien las cosas, comenzar con mis padres como gente adulta, exponerles mis ideas y recibir su apoyo, aunque no las compartieran. Decidí intentarlo.
-Papá… -murmuré, infundiendo respeto a mi voz- Papá, ¿podríamos hablar sobre esto?
No respondió. Me arriesgué a levantar la mirada.
-De verdad que no quiero disgustarte así, me gustaría que lo habláramos –repetí, con voz más firme.
Asintió una vez y se sentó en la cama, aún esparciendo veneno a su alrededor. Le hice una seña a mi madre para que entrara también, y la dejé que se sentara junto a su marido. Yo me quedé en el suelo, con las piernas cruzadas.
-Ya se que no te gusta mi decisión sobre la música, papá –comencé, mirando el suelo-. Esa es tu opinión y yo la respeto.
Jugueteé con una pelusa mientras pensaba en cómo continuar.
-Pero… -titubeé- Esto es lo que yo quiero, es lo que me gusta en serio. Y mucho. –A medida que hablaba las palabras iban cobrando fuerza en mi mente- Y estoy dispuesto a dar lo mejor de mí para ser el mejor en lo mío. Pero necesito de tu apoyo, del tuyo y el de mamá. Me cuesta mucho hacer todo esto sabiendo que llegaré a la casa y toda la interacción que habrá entre nosotros serán discusiones. En verdad no quiero esto, y supongo que ustedes tampoco.
Me sorprendía a mi mismo con decir todo esto. Generalmente no era muy bueno con todo ese rollo de los discursos, pero éste había salido muy natural y muy hilvanado.
-Pedro, -susurró mi madre con voz pastosa- creo que el chico tiene razón.
Mi padre tenía la vista fijada en un punto infinito, y su mano derecha masajeaba su sien. Una gruesa arruga cortaba su frente prominente, producto de la avanzada calvicie. Sus labios formaban una línea tensa bajo su nariz grande. Estaba rojo.
-¿Pedro? –preguntó mi madre, poniéndole una mano en el hombro izquierdo.- ¿Estás bien?
Tras un minuto más o menos, mi padre abrió sus ojos y los fijó en un punto cercano al costado izquierdo de mi cabeza.
-El chico se va. –espetó simplemente.
La sangre se heló en mis venas y mi pulso se aceleró. Claro que me había propuesto esto un millar de veces atrás, pero no era lo mismo a que él me echara así. Supongo que no había honor en eso, no era el acto típico de rebeldía adolescente que te dejaba en un taburete muy alto ante tus amigos y te hacía popular con las chicas. No, esto era casi una humillación, el tener que llegar con tus porquerías donde un buen amigo para pedirle un lugar donde quedarse, tener que interrumpir su vida normal, su vida familiar.
-¿Qué? –la voz de mi madre sonó ahogada.
-Estoy diciendo –ahora volvió su mirada hacia ella, indiferente.- que el chico puede hacer lo que se le venga en gana, pero no lo hará aquí. Ni tampoco lo hará donde tu madre ni donde la mía.
-Pe-pe-pedro…
-No te angusties, mujer –mi padre le puso una mano en su cabeza, como quien acaricia a un perro-. No te angusties por alguien que no existe.
Se puso de pie y, tomando la mano de mi angustiada madre, la tironeó hasta sacarla de la pieza y cerrar la puerta, sin mirar atrás.
Me costó al menos cinco minutos el ponerme de pie. Mi cerebro no estaba funcionando. Cuando logré mantenerme estable sin marearme, me acerqué a mi armario y saqué la mayor cantidad de ropa que pude; la enrollé y la metí en mi bolso de viaje, guardando también mis CDs, películas y revistas. La guitarra la llevaría en su funda, colgada a mi espalda. Me demoré en eso media hora, seleccionando lo que me llevaría y lo que dejaría acá. Supuse que algún día tendría que regresar a buscar el resto de mis bártulos. Decidí no llevarme los posters, quería que algo de mí quedara en aquel lugar, algo que le recordara a mis hermanos pequeños que yo aún estaba en algún lado.
Cuando estuve listo, tomé un lápiz y una hoja de cuaderno y garabateé un intento de carta.
“Enanos:
No quiero que, por nada de este mundo, discutan con papá por haberme echado. Es una orden. Tampoco quiero que se porten mal ni sean insolentes. Hagan caso en todo a mamá, trátenla con cariño por mí. Tampoco quiero que lloren, no es necesario hacerlo por mí.
Les aseguro que los vendré a ver uno de estos días. Y si papá se pone malo, llamaré a Eduardo a su celular, y nos juntaremos en algún lado un día, a escondidas de papá. No me llamen, yo los llamaré.
Otra cosa, cuiden al perro por mí. Sáquenlo a pasear al pobre, yo siempre lo hacía.
Cuando quieran escapar, enciérrense en mi pieza, se las dejo a ustedes ahora.
Los quiero a los dos, Eduardo y Felipe.
Tomás, su hermano buena onda”
Quise despedirme debidamente de ellos, pero supuse que estarían en su habitación temblando de miedo por los gritos, arropados hasta la cabeza con las ropas de la cama. Además, si me despedía se pondrían a llorar, y probablemente yo también. Y no dejaría que mi padre me viera llorar. Deslicé la carta bajo la puerta de la habitación de los niños y bajé la escalera.
Mi padre estaba sentado en el sillón, viendo televisión con un vaso de cerveza en su mano. Mi madre se paseaba de un lado a otro por el comedor, llorando y mascándose las uñas.
-Tomás, Tomás, por favor no te vayas –rogó cuando pasé frente a ella-. Hijo, por favor, escucha a tu padre y quédate.
Me volví a ella y controlé mi odio.
-Ma, no te pongas así –le pedí-. No es que nunca más te vaya a ver, no te desharás de mí tan fácilmente. Y de verdad –añadí- creo que esto es lo mejor para todos. Tómalo como si fueran unas vacaciones, como cuando me iba de camping con mis amigos. Tómalo también como tus vacaciones, y descansa de las peleas y los gritos.
La abracé brevemente y luego avancé hacia la puerta.
Salí sin mirar atrás, tal y como mi padre había salido de mi habitación.